UN AÑO ELECTORAL
2015, como sabemos, va a ser un año
electoral. Aparte de las elecciones municipales, autonómicas y generales –si no
se posponen a principios de 2016– es probable que se sumen las catalanas e
incluso las andaluzas. Va a ser un año convulso, uno más…
La clase política no ha hecho los deberes. Ha asistido
impávida a los Noos, Gürtel, Púnica, Pujol, ERE fraudulentos de Andalucía y
tantos otros escándalos en los que están implicados personajes antaño ilustres
que no voy a mencionar por ser más que de sobra conocidos.
La crisis económica se ha ido resolviendo por sí misma, por la
propia dinámica de la economía. Si bien, para ser justos, hemos tenido la
suerte de contar con el ministro De Guindos, de los escasos políticos
procedentes del sector privado que ejercen en nuestro país. Su gran acierto ha
sido evitar el rescate, oportunamente apoyado por Rajoy, todo hay que decirlo.
Pero la crisis social, o política, según se quiera llamarla,
sigue ahí. Prueba de ello es la emergencia de Podemos, que ni siquiera la
repentina abdicación del rey ha logrado frenar su no tan sorprendente ímpetu
inicial. Con una ambigüedad más fruto de la improvisación que de una estrategia
milimétricamente calculada, ha aglutinado interinamente el descontento de amplias
capas sociales, en su mayoría ajenas a los planteamientos políticos de unos personajes
que no han dudado en implicarse con personajes como el venezolano Chávez y sus
adláteres.
La crisis del sistema no ha sido abordada. Únicamente se han
efectuado algunas iniciativas de tipo cosmético, como la denominada Ley de
Transparencia, que no han convencido a nadie. Es difícil que una empresa alcance
logros de cualquier tipo si parte de la base de que sus clientes son tontos o
imbéciles. Pues bien, eso es lo que han estado haciendo la mayoría de los partidos
políticos últimamente, y así les va, así nos va.
Pero el calendario es inexorable y 2015 se asoma a la vuelta
de la esquina. Por todos lados y por todas las formaciones políticas se ha
dilapidado toda una legislatura. Había margen más que suficiente para cambiar
de rumbo y sentar las bases para el siglo XXI, para un país avanzado con unas
instituciones a la vanguardia de la eficiencia y rectitud, en el que la
igualdad de oportunidades de ciudadanos, empresas e instituciones fuera real,
basada en el mérito y esfuerzo personal o colectivo, según corresponda. Pero
lamentablemente el escenario previsible no va a ir por esos derroteros.
En consecuencia, de las elecciones de 2015 saldrán
corporaciones y parlamentos mucho más fragmentados que en la actualidad, al
estilo italiano. Ello abocará a coaliciones que no favorecerán la gobernanza de
las instituciones ni la implementación de nuevas políticas y esquemas que den
la vuelta a la situación. Es un panorama nada halagüeño.
En estos momentos no hay ninguna opción política solvente
que pueda aglutinar las amplias capas de población descontentas con los
partidos políticos de corte clásico, tanto de ámbito nacional como autonómico.
Antiguos votantes que detestan seguirles votando y que se enfrentan al dilema
de abstenerse –los menos– o bien materializar su indignación votando a una de
las opciones políticas de reciente aparición.
Pues no debemos olvidar que la nefasta gestión de la crisis
ha hecho recaer el peso de la misma en las clases medias, muchos de cuyos
componentes se han visto empobrecidos o directamente abocados a la miseria
material y social. Mientras las clases privilegiadas incluso han acrecentado
notablemente su proyección económica. Pero dichas clases medias han sido el
soporte tradicional de la estabilidad del sistema, mediante un contrato social
implícito que ha saltado por los aires hecho añicos.
Volviendo a las opciones políticas más recientes, tenemos
dos opciones de centro, la de Rosa Díez y la de Rivera, más la muy izquierdista
de Iglesias. Todas ellas basadas en el carisma de dichos líderes políticos, sin
apenas nada más que ofrecer aparte de sus brazos abiertos al voto indignado. Y
después, ¿qué? Pues presumiblemente lo de siempre, puesto que apenas nada
sabemos de los equipos que tendrían que gobernarnos caso de acreditar
resultados electorales suficientes.
Aparte de que los mercados reaccionarían de forma
típicamente desconfiada, aumentando la prima de riesgo y disminuyendo
drásticamente la inversión. Esto crearía un clima económico enrarecido que
bastaría para laminar la incipiente recuperación económica, provocando una
fuerte ralentización de la economía. Situación que si no fuera afrontada con
una brillante gestión económica y política derivaría en estancamiento o
recesión, con el evidente riesgo de japonización
de nuestra economía.
La única esperanza es que una coalición de los actuales
partidos mayoritarios se hiciera cargo del gobierno y emprendiera los cambios
tanto tiempo postergados. Pero esto es política-ficción.
Gaspar Llinares
Ingeniero Superior Industrial
PDG-IESE Business School