A veces llegamos a un estado de apatía que nos lleva a aislarnos de aquello que nos rodea y a sentir un rechazo casi misántropo hacia el resto de la sociedad, cuando el problema suele ser un enorme vacío en nuestras vidas que nos impide seguir adelante. Tenemos vidas que odiamos, que malgastamos en cubrir necesidades absurdas. Nos hemos alejado tanto de lo que somos realmente, que nos sentimos como el pez que vive bajo el agua y no entiende por que se muere de sed. Cada vez somos menos soñadores y más racionales, pero lo peor es que tachamos de insensatos, a aquellos que intentan conseguir sus sueños, sin darnos cuenta de que los peligros de la sensatez pueden hacernos perder una vida, por miedo al qué pasará. Venecia es un lugar de esos que te ayuda a soñar, con sus calles surrealistas en las que cambiamos las carreteras por canales, el asfalto por el agua, los coches por las barcas, los gatos por las ratas y los taxistas por gondoleros. Por cada sueño, tenemos un miedo. La gran mayoría de las veces son miedos estúpidos, pero sufi cientes como para quitarnos la ilusión y devolvernos a la monotonía de nuestra rutina. Tenemos miedo a dar ese paso y perder lo que tenemos, lo que somos. Pero no nos damos cuenta de que si damos ese paso es porque no queremos lo que tenemos ni ser quien somos. Muchas veces ni si quiera son miedos creados por nosotros, sino por aquellos que acomodados en una vida conformista y sin aspiraciones, portan sus temores a los que deciden aprender a hacerse las maletas para poder vivir. Te verán como un irresponsable, perturbado, inmaduro, un lunático. Cuando en realidad lo único que estás haciendo es ser consecuente con tu forma de pensar. Eres esclavo de la intensidad y vives de ella. No quieres quedarte en lo que ya conoces, quieres ampliar tu mundo, ir a lo desconocido, aprender, conocer, vivir experiencias. ¿Hay algo más lamentable que estar seguro de lo que deseas y no atreverse a hacerlo? Cuando cruzas un puente estrecho y el vértigo se apodera de ti, te ves obligado a cerrar los ojos, para poder llegar al otro lado. Pero gracias a ese momento de autoengaño podemos llegar a nuestra meta. Y es que a veces, si no cierras bien los ojos muchas cosas no se ven y eso es algo que deberíamos de hacer más a menudo. Olvidarnos de poner los pies en el suelo, para darnos cuenta de que aquellas paredes que nos impedían llegar a nuestra meta, eran de papel. Ya ni siquiera nuestros sueños son nuestros, sino de aquellos que hábilmente nos los han inculcado, planteándolos como una fórmula para alcanzar la felicidad. Estudia, trabaja duro, sacrifícate, acepta tu destino, no te resistas... Tú no eres tú, todo es mentira, te han vendido su verdad. ¿Es esto lo que habías querido? Párate a pensar y pregúntale a tu otro yo. Si nos viéramos alejados de todo tipo de influencia social, ¿perseguiríamos las mismas metas que perseguimos? Por lo único que nos regiríamos es por una ley común, la cual no hemos aprendido, heredado, leído, sino que de la misma naturaleza la hemos agarrado, exprimido, apurado, ley para la que no hemos sido educados, sino hechos y en la que no hemos sido instruidos, sino empapados. Una ley no escrita, sino innata. Sentir lo que supone dejarnos llevar por nuestros más antiguos instintos. Plantearnos si deberíamos tomar ejemplo del adulto, o del niño. No perder la imaginación, que nos hace creer que somos capaces de cualquier cosa y nos permite, escapar a nuestro antojo de la realidad. Pero la triste realidad, es que según crecemos perdemos esta maravillosa capacidad que luego tanta falta nos hace en la vida a la hora de ser creativos. Al fi nal, la gran mayoría de nosotros, somos un puñado de inconformistas del tiempo y lugar donde vivimos. Y en eso consiste mi día a día, en dejarme apoderar por los miedos y sentarme a ver como se deshoja el calendario de mi vida, hasta el día en el que me de cuenta, de que soy yo el guionista de mi única novela y me atreva a escribir la historia de mi vida.