Cada vez se hace más evidente para todo el mundo que hay que adelgazar el tamaño del Sector Público, si es que de verdad queremos salir de esta crisis. Y esto implicará la disminución de la nómina a cuenta del Sector Público, funcionarios y demás empleados públicos, que hasta ahora han podido mantener sus privilegios, que pagamos entre todos. Se trata, en general, de colectivos que disfrutan de una serie de ventajas que los demás colectivos partícipes del mercado de trabajo no podemos siquiera soñar: vacaciones ampliadas, jornadas reducidas, días libres ante cualquier eventualidad, excedencias, seguridad... El fenómeno de que un funcionario abandone su condición es raro de ver, excepcional incluso. Esa es la mejor prueba de lo que todos sabemos y se niegan a admitir: que son, sin ningún género de dudas, una casta privilegiada y extractiva, puesto que sus privilegios los extraen del erario público. Privilegios que, por desgracia para nosotros y ahora también para ellos, se han extendido hasta un punto que es difícilmente sostenible: tres millones de funcionarios que costea la sociedad española. Por supuesto, para alcanzar esas cifras tan abultadas se han tenido que dar varios supuestos, pero el principal de ellos es la ingente cantidad de tareas que están asignadas a funcionarios, cuando podrían y deberían ser desarrolladas por asalariados de empresas privadas o por autónomos. Por ejemplo, no hay ninguna razón para que médicos, profesores o administrativos de muchas áreas deban ser funcionarios... excepto privilegiar a algunos trabajadores en detrimento del resto. En este asunto se ha disparado con pólvora del rey, expresión procedente de la época de los gloriosos Tercios españoles, formados casi en su totalidad por profesionales. Cada soldado recibía una paga, en la cual se contemplaban sus necesidades, debiendo costearse incluso la munición que iban a gastar en la lucha. Así, un piquero cobraba menos que un arcabucero, la caballería tenía que mantener sus monturas... Por lo tanto, la pólvora la solía pagar el soldado de su propio bolsillo. Pero en ocasiones, como en caso de asedio, se podía obtener pólvora de almacenes o polvorines de artillería y entonces se disparaba con "pólvora del rey" y por lo tanto no se tenía tanto cuidado en el gasto y se disparaba con mayor largueza. Esta expresión ha llegado hasta nuestros días, y se dice que se dispara con pólvora del rey cuando no se tienen en cuenta los gastos o esfuerzos porque corren por cuenta de otro. De hecho, la cruda realidad es que las estructuras propias de la función pública, ya sea en hospitales, en colegios o en cualquier otro entorno, invitan a los funcionarios íntegros y trabajadores, que los hay, a dejar de serlo: es lo lógico cuando el esfuerzo y la molicie reciben idéntico premio. Así las cosas, no debemos dejarnos engañar: el que nos dice que está luchando por "nuestra sanidad", "nuestra educación" o "nuestra tele pública", en realidad está defendiendo sus privilegios y una forma de hacer las cosas que ni es más eficaz ni nos ofrece mejores servicios, pero que, eso sí, seguro que nos sale más cara. La Administración Pública, en todas su vertientes, es una rémora para el empresariado, salvo cuando se trata de proteger a los oligopolios. Pero una Administración debería estar al servicio de la empresa, es decir, cuando uno se acercase a una ventanilla le deberían tratar como uno de los suyos, y no como un apestado o un enemigo. La relación entre la Administración y la empresa es manifiestamente mejorable desde las instancias más cercanas, los ayuntamientos, hasta las más altas, ministerios o entidades de financiación pública. El grado de desconocimiento de la actividad empresarial entre el administrador y el administrado es un abismo que acaba consumiendo el ya de por sí escaso fervor empresarial. La fi gura del jefe de servicio aquí surge como un fantasma y se erige en juez sumarísimo para decidir cuándo y en qué condiciones se otorga un permiso o licencia a un empresario. El poder de esta fi gura, muy de Larra, aleja la teoría de que el poder lo ejercen los diferentes Gobiernos, y nos retrotrae al oscuro mundo de la tecnocracia y el autoritarismo. Qué decir de la Administración exterior. La guerra entre la diplomacia y los representantes comerciales es permanente y sin resultado. Cada Ministro de Exteriores lo intenta, pero fracasa pues el poder de aquellos es omnímodo, pero entre medias se puede observar cómo otros países se llevan muchos más proyectos que nosotros. Qué envidia de Francia, donde el embajador es a la vez diplomático y agregado comercial, y así les va de bien en el exterior. Y si finalmente uno quiere financiación pública, sabrá que las personas que evaluarán su proyecto jamás han montado una empresa, la idea del riesgo la tienen muy distorsionada, y sobre todo esa máxima que reza “el tiempo es oro” no entraba en los 400 temas de la oposición. En suma, la burocracia no está en la mesa del diálogo social. ¿Por qué será? Podríamos seguir con ejemplos, que los hay y numerosísimos. Aunque la conclusión es más que evidente: el Sector Público debe reducirse, para lo cual deben disminuirse sus áreas de actividad, así como el número de funcionarios y otros empleados públicos, y enajenar los edificios e instalaciones innecesarios o superfluos. Pero además hay que reconducir la situación actual de privilegios que han convertido a los funcionarios en una casta elitista, injustificable en una democracia moderna. A lo que hay que añadir las barreras de entrada a dicha casta de elegidos: las oposiciones, que pueden requerir años de plena dedicación, que escasos estudiantes se pueden permitir. Lo cual explica la aparición de sagas familiares, que en muchos casos llegan a “heredar” el cargo. Y los casos de corrupción en exámenes y oposiciones, presumiblemente poco investigados. Estamos en el siglo XXI, con unas estructuras sociales avanzadas, muy diferentes de aquellas del siglo XIX, cuando comenzaron a generalizarse los exámenes de oposición para cubrir puestos de funcionario de carrera en Occidente. En China, como es sabido, los exámenes para opositar a funcionario imperial comenzaron en el siglo VII. Pero entonces no existía un sistema educativo con numerosas titulaciones universitarias como en la actualidad. Lo lógico es aprovechar el sistema universitario, incorporando en el mismo las materias que pudieran precisarse, incluso creando nuevas titulaciones en los casos que fuera necesario. Para ocupar una determinada plaza funcionarial, sería suficiente con disponer de los correspondientes títulos, facilitados por el sistema educativo. De este modo, todo ciudadano podría cumplir todos los requisitos dentro del sistema educativo, y por tanto beneficiándose de becas en su caso. Una vez cubiertos los requisitos para un determinado puesto, no habría baremación adicional, y se procedería a sorteo público de las plazas entre los concurrentes. De este modo, se aseguraría competencia suficiente –la titulación exigida– e igualdad real de oportunidades. Las plazas se cubrirían por un período concreto de tiempo, con un máximo de cinco años. Los requisitos –titulación y años de experiencia– para cada cargo o empleo público serían establecidos por ley, de forma que no hubiera lugar a prevaricaciones o trampas de cualquier tipo. En cualquier caso, las sanciones por infracciones en los procesos de selección de empleados públicos deberían ser muy duras, notablemente disuasorias y ejemplarizantes. Estas medidas, además de hacer más sostenible el sector público, lo abrirían más a la sociedad en general, al haber rotación en los empleos públicos por ser estos de duración determinada. Y posibilitarían el ajuste de la dimensión de la Administración a las necesidades de cada momento.
Gaspar Llinares