jueves, 21 de marzo de 2013

XOOWMAGAZINE30 P260 #xoowarts ZÁRATE





¿Son las obras de José Antonio Zárate acrobacias y luminosidades arrebatadas a los laboratorios del atardecer insular? Sin duda consisten en un diálogo intenso entre el artista y su entorno. Zárate lee la naturaleza desde una perspectiva que ha ido asentando un alfabeto propio, reconocible. Los lenguajes plásticos son siempre el resultado de una conceptualización del mundo y desde la irrupción del arte abstracto ese ejercicio de traducir la realidad a trazos y a signos no fi gurativos se llevó a cabo con la más absoluta y celebrada de las libertades. En el caso de la obra pictórica y escultórica de Zárate, uno no sabe muy bien si el paisaje canibalizó al artista o el artista canibalizó al paisaje. Quizá sea lo de menos. La muestra de la que damos cuenta, “Azul ultramar”, podría tener como móviles culturales al Aristóteles defensor del arte como imitación de la Naturaleza por medio de colores o de líneas, al Víctor Hugo de “L’Art c’est l’azur”, al azul célico y oceánico de Rubén Darío, traducidos por el último Manuel Padorno en “azules celestes y marinos” en su agradecida Canción atlántica, y hasta al Luc Besson director del film francés de 1988, Le gran bleu, sobre los misterios del submarinismo. Esa muestra es el resultado de una dilatada y serena mirada sobre las aguas y los cielos del Atlántico, de una vieja indagación acerca de tales cromatismos, y en torno a la cartografía mágica de la isla de su residencia: al juego grácil de niveles y desniveles, esa espiral sinfónica de costas, medianías y cumbres. Y todo ello a través de materiales vírgenes de nuestros solares lávicos o de materiales transformados por la industria personal del artista: arenas de sílice y óxidos de hierro, veladuras de látex y papel cebolla, maderas de nuestros montes doblegadas por el formón o la gubia. Digamos que con todos esos pertrechos, Zárate regresa a los primeros pasos del arte y nos demuestra que los referentes no esclavizan nunca a las formas estéticas que los rescatan para nuestra vista y degustación. Igual que el músico escucha las leyes básicas del intervalo o los poetas se hunden en las minas del lenguaje para realizar su trabajo, los pintores y los escultores buscan la vivencia de sus materiales para edifi car sus criaturas. Del azul ultramar de sus murales más ambiciosos a los azules turquesa de sus particulares piscinas, el círculo como símbolo en sus lienzos, los ritmos de la naturaleza en sus puzzles a base de piedra artificial, los arabescos espaciales de sus hierros, todo son esfuerzos por llevar a la sala de exposiciones el testimonio más personal e intransferible de su vivencia del alrededor, de trasladar ese ámbito de experiencias a un discurso propio en busca de la complicidad del curioso. Zárate vive inmerso en ese silencio que provee a los creadores de la capacidad demiúrgica de empezar a comprender el mundo por primera vez, de rehacerlo a su antojo, de reordenar las bellezas y las excrecencias, de comprometer nuestra mirada en esa fascinación de todo lo que empieza a tener lugar desde la nada. Los vastos conocimientos de la historia del arte que Zárate posee no están al servicio de la pedantería expresiva, sino del desnudamiento, de la sencillez en el trato con los materiales de los que se sirve y de las formas que elige para darnos cuenta de su particular versión del paraíso. Siempre hablamos de paraísos relativos. Ese acceso a lo sublime del arte se consigue desde la humildad sabia, la duda fecunda, el convencimiento de que todo lo que un creador comienza es siempre más un proyecto que una consecución, pues ni siquiera los dioses más incuestionables han sabido construir sus mundos de modo categórico. Todo arte es, al fi n y al cabo, una teología. Los siete días simbólicos que Zárate se ha concedido para la conformación y armonización de su universo plástico se detectan en cada una de las exposiciones realizadas hasta ahora. Está a un paso de culminar su obra y de fundar para nuestras retinas y para las retinas del arte de nuestros días su definitiva gramática creadora, la que le permitirá transitar por los caminos del arte sabiendo que ha impuesto su visión de las cosas, su lectura de los hechos y, con mucho más énfasis y pasión, su lectura de la geografía de los hechos. No tengo en mi memoria muchos pintores y escultores insulares que hayan acometido empresas parecidas a las de Zárate, pero sí quiero acordarme ahora de unos jóvenes Manuel Millares y Martín Chirino bajando al Barranco de Balos a buscar objetos de la placenta oceánica y de la cultura aborigen, a Manrique llevando a sus lienzos los rastros del volcán, a Eduardo Gregorio en diálogo con los basaltos. Y poco más. Todos ellos no se sirvieron sólo de la naturaleza, sino que nos descubrieron la naturaleza desconocida de las islas, la que sólo el arte es capaz de inventariar cada tanto. Zárate está en esa dinastía.
Juan Manuel García Ramos