DE CORRUPTOS Y BRIBONES
Es difícil seguir la actualidad sin encontrar noticias u opiniones sobre la corrupción rampante que sufrimos. El caso es que la corrupción prácticamente nace con el género humano. La Biblia ya nos pone el ejemplo de Adán, que no puede resistir la tentación de probar el fruto prohibido, piensa que no le pillarán, como todos los pillos. Al mismo tiempo piensa que le dará más poder, y por eso le merece la pena asumir riesgos. E implica a Eva. Esto ejemplifica lo que es la corrupción: ganancia ilícita –poder, dinero, etc.– y estratagemas para que no pueda salir a la luz –opacidad– unido a su difusión como mancha de aceite, cuyo paradigma es el clientelismo. Pues el corrupto siempre es plenamente consciente del alcance de sus actos, pretendiendo a toda costa evitar las consecuencias de los mismos. En general, es un comportamiento cobarde, exento de gallardía. Incluso en los casos en que el corrupto ejerce un poder absoluto, entonces no se oculta, actúa a plena luz del día porque se siente impune, como muchos viles dictadorzuelos que lamentablemente siguen campando a sus anchas aún hoy en día. Son historias sin final feliz. El juicio de la historia es implacable. El corrupto es un delincuente que –a diferencia de los comunes y los de guante blanco, que asumen la delincuencia como una profesión, conscientes de sus riesgos– no oculta su identidad, sino que oculta sus fechorías, difíciles de conocer salvo que medie una denuncia, generalmente de otro bribón al que no ha dado suficiente parte del botín. La opacidad es su refugio, la transparencia su enemigo. El corrupto piensa que los servicios que presta no están lo suficientemente correspondidos por sus emolumentos y otras ventajas o prebendas –coche oficial, escolta, comidas, etc. – y busca complementarlos a escondidas. Se siente un ser superior, muy por encima del común de los mortales, bien sea por su genealogía, bien por sus estudios, bien por sus particulares aptitudes. El corrupto está tan convencido de su superioridad que está seguro de que no le pillarán y que, por supuesto, nadie se atreverá a sospechar de él. Se siente impune, privilegiado. Su avaricia no suele tener límites, incrementando la dimensión de sus felonías con el paso del tiempo. Aparece un sentido patrimonialista, confundiendo los bienes e intereses públicos con los suyos propios. Se elaboran índices de percepción de la corrupción, en los que los países escandinavos suelen salir muy bien parados. ¿Es que los escandinavos son diferentes? Aparte de ser sociedades que rechazan socialmente la corrupción de forma tajante, hay otros motivos de peso. Suecia, por ejemplo, padeció unos niveles extraordinarios de corrupción a principios del siglo XIX, que derivaron en la pérdida de una parte considerable del territorio nacional y una gran desmoralización. Ello condujo al establecimiento de múltiples resortes legales e institucionales que obran como cortapisa frente a la corrupción. Otro factor es el sistema educativo de dichos países escandinavos, de excelente calidad y universal, unido al elevado promedio de nivel de estudios de la población. Y, sobre todo, la transparencia en todos los ámbitos. En el caso de España, pese a la mejora del nivel de estudios de la población y a la ingente inversión en educación, nuestro sistema educativo todavía es de mediocre calidad. Ninguna universidad española fi gura entre las primeras 200 en el ranking de Shanghái. La sociedad no es combativa, sino más bien permisiva frente a la corrupción. Si no eres tonto y te pillan… Pero, sobre todo, la arquitectura legal e institucional no solo no está diseñada para hacer frente a la corrupción en una sociedad del siglo XXI, sino que además la favorece para determinados colectivos: partidos políticos, entre otros. Los que se han venido a denominar élites extractivas, eufemismo academicista excesivamente benévolo con esta lacra. La Transición a la democracia generó una Constitución y demás leyes que emanan de la misma enfocadas a un reparto del poder. No fue una Constitución pensando en el bienestar del pueblo, sino un arreglo cuyos frutos marchitos seguimos cosechando. Existen escasísimas instituciones que se hayan salvado de la podredumbre imperante, la cual va in crescendo conforme nos aproximamos a la cúpula orgánica del Estado. Solo una acción decidida de la sociedad puede cambiar el rumbo de los acontecimientos. La crisis quizás haya ayudado a destapar muchas vergüenzas, como la gestión de numerosísimas cajas de ahorro; pero de las crisis económicas se sale, dada la naturaleza cíclica de la economía. En cambio, para salir de esta crisis política y social hace falta mucha voluntad, la voluntad en acción de muchos. La alternativa, la inacción, conducirá a una sociedad cada vez más corrompida, desprestigiada, sin valores, como en las peores utopías de ficción. En las elecciones democráticas, si nada cambia, ya no se tratará de elegir entre el malo y el peor, sino de poner de relieve nuestro posicionamiento social frente a la corrupción sistémica. El peligro también recae en el surgimiento de aprovechados, oportunistas, que siempre los hay, que pretendan ocupar el espacio que han ‘quemado’ los políticos. Va a ser un parto difícil, que deberá hacerse desde dentro –de las instituciones actuales– y desde fuera. Desde luego, no bastarán los obsoletos medios y leyes del siglo XX para hacer frente a la cada vez mayor sofisticación del siglo XXI. Afortunadamente, ejemplos que funcionan no faltan. Basta copiar y adaptar la gobernanza escandinava, por ejemplo. No es momento de inventos ni componendas, hay mucho en juego. Se impone un ‘reset’ total, legal e institucional, comenzando por la norma fundamental: la Constitución. Y siguiendo por la Ley de Partidos Políticos. Y no solo eso, sino muchísimo más, de modo que no quede resquicio para la opacidad, el expolio, la corrupción y los privilegios de todo tipo. Muchos pueden pensar que la corrupción apenas les afecta. Nada más lejos de la realidad, pues una de sus consecuencias es la disminución de recursos para prestaciones sociales universales, como la educación y la sanidad, o para asegurar la sostenibilidad del sistema de pensiones. La combinación de mayor gasto y menores ingresos del sector público derivados de la corrupción en nuestro país está en torno al 10 por ciento del PIB, según diversas estimaciones. Quizás sean cifras optimistas y la realidad sea todavía mucho peor. Es decir, que en el supuesto de erradicación absoluta de la corrupción las administraciones públicas tendrían un notable superávit. Una sociedad avanzada no puede prosperar sin impuestos, que son la principal fuente de ingresos del estado. Son estos ingresos los que posibilitan el aseguramiento de servicios básicos, como la seguridad –fuerzas armadas y policía– la justicia y las infraestructuras, así como la prestación de servicios de carácter social, como la educación y la sanidad. Es fundamental que el ordenamiento legal y la inspección fiscal se centren en la lucha contra la ocultación y el fraude fiscal, en especial el efectuado por las grandes fortunas y corporaciones. La Lista Falciani, con numerosísimas personas con fondos en Suiza no es sino la punta del iceberg. Los datos que se van conociendo de los fondos en paraísos fiscales son escalofriantes. Es una verdadera indecencia que no se empleen más medios para atajar esta verdadera sangría, que a todos nos perjudica. Con más de 1600 casos de corrupción política actualmente en los juzgados, ya hay material para hacer estadísticas y más de una tesis doctoral. La corrupción suele centrarse en la adjudicación de contratos y subvenciones públicas, así como en la concesión de permisos, autorizaciones y licencias, como las urbanísticas. En menor medida, en los servicios de inspección y administración de toda índole. Es aquí donde deben centrarse los esfuerzos de supervisión, tanto en los órganos e instituciones adjudicadoras como en las empresas y personas adjudicatarias. Pero, sobre todo, el mejor antídoto contra la corrupción es la transparencia a todos los niveles, públicos y privados, y en especial en las más altas instancias de las grandes corporaciones y del Estado.
Gaspar Llinares